jueves, 30 de abril de 2020

El último viaje I

Soy un investigador y divulgador y solo a ratos pretendo como mías las ideas que sigo y plantean perspectivas originales, con sólidos cimientos.
Narro para volver sencillo lo compejo y también buscando eso que nada sino la literatura ofrece: mirar desde el día a día cuya extraordinaria abundacia no puede repetirse en dos mismos lugares. 
Por momentos cito pues hay autores de riqueza irreductible.
Nadie aspire a conocer épocas o precesos como si fueran la palma de su mano. Quienes proclaman saberlo todo, mienten y resultan peligrosos.
Aunque cosas fundamentalísimas se mezclan en ellos, hago dos últimos viajes por separado: al pasado y al presente que dirime el futuro de nuestra especie.
Este va hacia atrás, hurgando en la globalización nacida cuando Europa conquista los océanos. Hablamos, entonces, del suceso más trascendente hoy. 
Me acompaña mi abuelo por muy buenos motivos, como comprobarán más o menos pronto. A él lo cococerán según se debe, en otro cuaderno. 

I
Durante siglos lo llamaron “descubrimiento de América”. Vaya frase tramposa, por tan descarada, pues para empezar ese nombre no existía, fue cración de quien compendió los primeros mapas sobre nuestras tierras: Martin Waldseemüller, nacido en
Wolfenweiler, Brisgovia, Alemania. Lo hizo
homenajeando al explorador genovés de apellido Vespucio, cuyos padres le pusieron Américo, apelativo con que castellanizaron uno de origen germano: Emerico. Sucedía la cosa en 1507, casi recién muerto Colón.
No hay nada extraño, como veremos, así que no nos sorprenda que muy pronto entre los propios alemanes e italianos se nombrara por primera vez y para siempre al "Nuevo Continente" conquistado por castellanos. Castellanos, sí, pues a ellos el papado dio monopolio de los mares a Occidente, mientras hacía otro tanto con Sur y Oriente, reservado a Portugal. La Corona de Aragón quedaba fuera y cuando llegó Carlos I de España y V de Alemania…
Esperen, vamos por partes, no se trata de confundirlos, lectoras y lectores.
Nuestro trabajo sostiene que Conquista es un término insuficiente para este tema. Primero, debido a la brutal destrucción cometida por los adelantados españoles en tierras “americanas”. Durante solo el primer siglo tras caer Tenochtitlan, la población descendió entre 75% y 95%, según diversos cálculos, y bastaron diez años para que allí mismo, en Yucatán, Oaxaca, Michoacán, etcétera, desapareciera todo vestigio de arquitectura indígena.
Históricamente las conquistas se producían para apropiarse territorios con cuantas riquezas humanas fuera posible –agriculturas, edificaciones y demás-, quitando el necesario destrozo de las batallas. ¿Por qué en América la predación resultó tan brutal?
Los conquistadores buscaron en este “cuarto continente” solo una cosa: metales y joyas preciosos. En su delirio, todo era Puerto Rico, Costa Rica, la villa Rica de la Veracruz, etcétera, así no encontraran oro, plata, gemas.
Ponemos un caso muy significativo. Al inicio aquella gente se concentró en la hoy República Dominicana, que forma parte de una gran isla antillana, como saben. Entonces les llegaron rumores de que hacia su costado había áureas
pepitas
a montones y Diego de Velázquez, a quien pronto volveremos a encontrar, organizó una expedición en pos de ellas.
Contra lo que nos han dicho, la población isleña no era ni magra ni primitiva y entre otras cosas vivía de cultivar peces en lugares construidos a propósito. Tras la aventura no quedó nada. Puede entenderse, pues, porque el ahora Haití está habitado casi exclusivamente por descendientes de los esclavos tomados en África Negra.
Si resultaría ¡todavía más cruenta! la colonización inglesa, francesa, holandesa, en Norteamérica, para nosotros el tema son los años mil quinientos.
Según Jacques Attali, un pensador contemporáneo nuestro vinculado a bancos centrales, esa historia debe celebrarse como ninguna otra:
"En tiempos muy antiguos exitió un gigante guerrero, triunfante, dominador. Un día, fatigado, se detuvo. Aturdido, torturado, fue dado por muerto, encadenado por mútiples amos (...) Entonces, el gigante fraguó su plan: recuperar sus fuerzas (...) y partir hacia la conquista del mundo (...) El gigante era Europa..."
Sobre la existencia de éste no hay duda. Llamarlo Europa y darle tal profundidad histórica es sobrepasarse. Con mucho más justicia procede Pierre Chaunu, paisano suyo, y al comparar curriculums entre ellos queda claro: solo en uno puede confiarse eticamente.
Chaunu pesa continentes, no los califica, como sin reconocerlo hace el otro. Y la cuestión reside sobre todo ahí, si seguimos la pista de La invención de América.
Ah, reinventar a capricho, grandísimo privilegio occidental que lleva cinco siglos acumulando las más arteras mentiras sobre nuestro "Nuevo Mundo" -¿o no, Colón, el del paraíso pedido descubierto en Venezuela, o Sahagún y sus presagios, o Volatire, Bufon, Hegel y un largo etcétera al declarar estas tierras por igual imberbes y corruptas, verdad, Antonello Gerbi?


Nuevamente nos adelantamos, perdón.           


II
El expandirse europeo por nuestro planeta, que inicia bien a bien con "América", se califica como "La mayor mutación jamás habida en el espacio humano", "no comparable siquiera con la exploración espacial" que iniciaron los años 1900, según Chaunu y un reputado historiador estadounidense.
El fenómeno está fuera de control y va a velocidad vertiginosa. Cuando Miguel de Montaigne, el padre del género literario que conocemos como ensayo, observa a sus hermanos europeos empleados en esa obra, escribe: "Nuestros ojos son más grandes que nuestros estómagos, y nuestra inquietud, mayor que nuestra capacidad de entender. Creermos asirlo todo y en las manos nos queda solo viento".
Hasta ahí los dos grandes océanos no habían sido retados sino episódicamente y sin efecto alguno. El mundo entero puede interconectarse por primera vez, venciendo al tiempo, incluso dentro del propio Viejo Continente, donde China, que inventó el papel, la pólvora, la imprenta y mil inteligentes productos más, atrae a todo gran comercio por el Camino de la Seda, en origen creado por ella misma.
Los cristianos latinos, como llaman a quienes ocupan el occidente y centro de Europa, buscaban sin fortuna controlar esa ruta y 
el Islam, extendido desde el Atlántico hasta las puertas mismas de aquella maravilla, tardaba meses en recorrer tan largo camino, mayoritariamente por tierra.
Por eso para Europa se hicieron famosos los manuscritos que hacia el año 1298 dictó Marco Polo, mercader veneciano, tras su delirante viaje hasta allí. Le tomó años, entre los más accidentados pasajes, y la cristiantad latina, católica, occidental, lo glorificará hasta nuestros días, aunque haya cubierto solo un tercio del kilometraje acumulado por otro viajero, éste célebre para los musulmanes: Ibn Battuta, nacido en Tánger, hoy Marruecos, sobre el Magreb, según nombran entonces al oeste africano.
Si nos permiten ustedes, seguiremos al magrebí durante su primer, pequeño tramo recorrido. Abandona aquélla ciudad erigida frente al brutal encuentro del Mediterráneo y el Atlántico, en donde creció, y días después alcanza lo que más tarde se nombrará como Argelia. Acompaña a una caravana de beduinos, pastores trashumantes cuyos haberes completan transladando personas en sus camellos. 
Cierto día descansan en una llanura cerca del mar, que en estos tiempos no cultiva la agricultura y parece eco del desierto del Sahara, muchos kilómetros a sus espaldas. Visten túnicas sencillas y hermosas y se cubren la cabeza y parte del rostro con telas de colores vivísimos: azules, anaranjados, rojos. Sus miradas guardan secretos que les dejan innumerables generaciones deambulando a veces sin encontrar a nadie en días o semanas.
De no ser noche, al fondo nuestros ojos distinguirían el filo del Mediterráneo, y el cielo tiene una claridad extraordinaria, gracias a la cual sus jornadas se orientan más por el mapa de estrellas que por el ciclo solar.
SIGUE