domingo, 26 de abril de 2020

¿Quién es el guerrero? I

Falta una o más notas previas sobre el presente y la crisis civilizatoria.

Vaya casualidad, abuelo Belarmo, naciste en 1892. O sea, cuatrocientos exactos años tras el viaje de Colón.
Espera, que para dejar claro nuestro tema ahora, traigo soberbias palabras escritas por un tramposo, llamado Jacques Atalli:
"En tiempos muy antiguos exitió un gigante guerrero, triunfante, dominador. Un día, fatigado, se detuvo. Aturdido, torturado, fue dado por muerto, encadenado por mútiples amos (...) Entonces, el gigante fraguó su plan: recuperar sus fuerzas (...) y partir hacia la conquista del mundo (...) El gigante era Europa..."
Después me referire a la mentira inicial soltada por el tal Jacques. Ahora hablemos de ti y los tuyos, Belarmo. Uso para ello un libro que escribí recordándolos:
Cada región asturiana tiene sus particularidades y la que Sandalio, tu padre, escogió al acercarse a Gijón es y no la que Clarín, el estupendo novelista del siglo, recrea cerca de allí: “tupida hierba fresca, jugosa, oscura,
aterciopelada”, con numerosas “cicatrices hechas a patadas”, por siglos de seres humanos y animales, al pie de vegas de maíz desde cuyas altas cañas en tiempo de madurar las “hojas, lanzas flexibles, se columpian sobre el tallo”; castaños, manzanos, macizos de “álamos, abedules y cónicos húmeros”, por un salpicar de arroyos. Y la omnipresencia del mar.
La idea de mundos rurales tradicionalmente inmóviles no es nunca cierta, ni siquiera en esta provincia. Y la mejor prueba está en el propio Sandalio, cuyo poco común apellido, Tomás, no es casual, pues un antepasado suyo nació no en la provincia ni en ninguna otra de España, sino en Portugal.
Da la impresión, pues, de que los habitantes del campo en el pasado no permanecieron necesariamente fijos a la tierra si no eran sus propietarios. Pero el quid a fines del siglo XIX en Asturias está en la inquietud que introduce la industrialización, vértigo que subvierte cuanto toca.
Armando Palacio Valdés ha advertido el efecto de una fábrica, por pequeña y aislada que esté. En su Aldea perdida, sólo por el contacto con aquélla, Rosina, la moza “sencilla, un poco de égloga a fuerza de timidez”, en la década de 1870s había roto el destino de labriega asegurado por generaciones de antepasados, para terminar convirtiéndose en prostituta de la ciudad.
En el ancestral universo secreto del pueblo y dentro de la revolución que para 1890 está en curso, van nuevos modos de pensar, lenguajes, actitudes, geografías que el poder político y económico no descifra y que a veces no advierte siquiera. Es ese universo el que da sentido al “monstruo”, quien se moverá por sus vericuetos como muy pocos.
Si su madre, Cándida, y su abuela Teresa conocen de tiempo el trasiego de los sin tierra entre Lavandera y Gijón, sobre todo, pero también hacia Oviedo, en el costado contrario, donde la mayor iba por los expósitos del orfanato a quienes dar su leche; si Sandalio lo aprende al unirse a las dos mujeres, Belarmino nacerá con él y lo conducirá de una forma de resistencia o liberación, a un instrumento de conquista.
Pero esto no se entiende sin acercarse antes a otra esencial parte de la historia que perseguimos.
Hay cosas un poco fuera de lugar en el par de mujeres de Lavandera. Como que Teresa no volviera a hacerse de un hombre enviudando a los tres años de casar, o que la hija siga soltera a los veintitrés. La razón es la falta de tierra, por magra que sea, para atraer a una pareja, y que quizás vuelve remilgosos a los vecinos en el trato con ellas.
No hay modo de conocer cómo resolvieron juntarse Cándida y Sandalio. Tal vez fue el saltar de la mirada en uno o en ambos, o hasta un intempestivo encuentro entre la hierba, como parte de una pasión de la cual no tenemos la menor idea en estas tierras y estas épocas. Y este es otro de los pequeños y grandes actos con los cuales los Tomás Álvarez se suman a la revolución que empezará a dar frutos en los 1930s.
Con el aluvión de forasteros pasando frente ellas, el par de mujeres resuelve hacerse de huéspedes rentando un espacio de la casa, como una buena manera de incrementar los ingresos y voltear hacia el pasado con un suspiro de alivio.
Y eso se debe en mucho y de vuelta, al modesto e insustituible revolucionario papel en el cual sigue invistiéndose Sandalio. Pues se instala en un hogar donde hace mucho falta el hombre, y contagia a su nueva familia, a quien no importa si de momento no hay boda, ni si cuando Belarmino nace el padre obvia su asistencia a la parroquia a presentarlo.
El campesino y la campesina tradicionales honran fielmente tales formalidades ordenadas por la santa Iglesia y, al decir de las sotanas, por Dios mismo. Los tres de la pobretona casa de huéspedes comienzan a saltarse las trancas y en su conducta va un código de reciente recreación: el respeto a las órdenes sólo para no ser hostigado.
Como sea, poco después Sandalio encuentra una oportunidad única: contratarse para la construcción del nuevo muelle de Gijón. Es curioso: no se decidió a hacerse minero, pero ahora está dispuesto a vestir el primitivo traje de buzo con el cual los peones asentarán los pilotes en el lomo del mar. ¿Por qué?
Como se ve, vamos misterios tras misterio. En la búsqueda de nuestro personaje y el entorno, la mayoría de las veces creemos asir algo y se nos escapa. Se trata de virtudes y ventajas del pueblo oculto, surgiendo desde las sombras exclusivamente si necesita, para mejor tomar de sorpresa a sus enemigos.
Pueblo sombra, pues, tanto más cazador furtivo cuanto más se lo cree incapaz de algo distinto a tenderse en el prado pensando en la inmortalidad del cangrejo.
De la capacidad de hacerse fantasma Belarmino se apropia apenas nace, hasta convertirse en uno de los grandes expertos de su provincia en el tema. Miles de días hace el viaje entre su pueblo y Gijón, y miles también recorre el puerto al modo de esa forma de simple paisaje que las probas familias ven en las de pescadores, alarifes, asalariados de las fábricas.
Entonces una tarde en Lavandera Sandalio se hace de palabras con un peón de las vías del ferrocarril, ambos se lían a golpes y el progenitor de Belarmo lleva las de perder hasta que el otro va a dar a tierra repentinamente. Al caer queda a la vista el futuro “monstruo" con la más grande piedra que le permiten coger sus nueve o diez años de edad, con la cual tundió al insolente. Y es que el guaje tiene ya más que aprendido el arte de la transfiguración.
Esta es de las contadas estampas que se conservan del Belarmino niño y es muy significativa. Por eso quedó grabada en quienes la presenciaron y difundieron una y otra vez, hasta hacerla pasar de generación. Es significativa por varias razones: muestra el rápido crecimiento de los niños del nuevo pueblo que se creaba en la época; de su acostumbramiento a la acción y a la violencia, y del espacio que en nuestro personaje adquiría en la familia y en la sociedad.
No había nada idílico en el surgimiento del proletariado asturiano, de España y del mundo entero. Los periódicos de Gijón en los tiempos transmiten una dura, con frecuencia desgarrada existencia de las clases populares, que podemos simbolizar en una nota aparecida en el diario el Noroeste. Se da noticia allí de la nueva aparición de un recién nacido en una improvisad cuna, bogando hacia la muerte sobre el río Piles.
Nada semejante se veía en el pasado, pero el diario no se asombra por ello y sólo saca partido del hecho como hace con muchos de los cotidianos eventos que sus lectores buscan cada mañana: cadáveres hallados en una oscura callejuela, grescas multitudinarias o de uno a uno, en las cuales salen a relucir cuchillos y objetos contundentes; obreros u obreras que fueron llevados de urgencia al hospital, para aquí y allá perder un dedo, un mano, un brazo, una pierna, un ojo, a manos de las máquinas y sus ritmos que no perdonan, y por la impericia de ellos mismos al aprender el oficio sobre la marcha, sin más capacitación que la que generosamente les dan los de mayor antigüedad en la fábrica o en las obras en construcción.
Esta dramática imagen se matiza mucho, sin embargo, con la intimidad de ese mundo popular recogida en el libro de recuerdos de Manuel Vigil Montoto, padre del socialismo provincial.
Vigil es un hombre de peculiar inteligencia e ingenio, y en él los años de la infancia en los barrios de los de abajo están atravesados por una sonriente picaresca.
Ha nacido unos veinte años antes que Belarmino, cuando la madre era sirvienta y el padre carretonero, “linaje modesto, pero honroso”, Eso permitíó al niño acudir a la escuela, que no fue una sino tres, por las mudanzas obligadas al no tener techo propio la familia, o por la negligencia o los malos hábitos de los maestros.
En una de ellas, cuenta Vigil, el titular de la clase, que no se sabe cuánto de instructor y cuando de domador tenía, asistía a veces “algo más que alegre y se excedía en los tratos con los alumnos“. Manuel y unos cuantos decidieron entonces constituirse en algo tan sin precedente como las peripecias de Sandalio al salir de Lieres o el justiciero acto de Belarmo ante la ofensa al padre: crear una sociedad de resistencia al propasado borrachín.
En ésta, con la cual hacía los pininos de su carrera política, Vigil vivió el momento de gloria al vengar a uno de los suyos y triunfar por todo lo alto. En el primer momento el profesor saltó:
“-¿Qué es esto, se vuelven en contra mía?”- y al querer cobrarse amenazando llamar al progenitor de nuestro crío amigo, éste le respondió:
“-No moleste a mi padre, que está ganando un jornal para poderle pagar a usted las cuotas por la enseñanza deficiente y el mal trato que nos da.”
Atemorizado por estas palabras y los gestos de la cofradía preparada a hacerle pesada la existencia, el hombre retrocedió para no volver nunca a sus excesos.
Aunque de vuelta la anécdota parece intrascendente, es ilustrativa del carácter que se estaba formando entre la clase en emergencia, quien de ese modo empezaba a ponerle la cara a la España negra, desarrollada a lo largo de cuatro siglos de expulsiones y conversiones forzadas, inquisitoriales juicios, chisteras, tricornios y sotanas comprometidas con el absoluto, regio poder.
Vigil lo miraba todo con el humor que le venía por naturaleza y gracias también al cierto holgado hogar que le permitió recibir instrucción, por malencarada que ésta fuera.
Belarmino Tomás experimentaba las cosas de otra manera. Resultaban insuficientes los dineros de la casa de huéspedes y de los trabajos sueltos de la abuela, la madre y el padre desde Lavandera, de modo que hubieron de darse al peregrinaje en los alrededores del puerto.
Luisa, la hija menor, recordaba aquél saltar de un lado a otro. Primero fue El Llano, para regresar unos meses a la aldea, y luego Ceares. En el camino moría de meses Elena, la cuarta de los hermanos. Mientras Cándida amanecía a las cuatro de la mañana para descalza hacer esto y aquello fuera de casa, de vuelta en Lavandera, con Sandalio el “monstruo” entró en una mina de yeso, donde el trabajo de los niños era socorrido porque había lugares en que no cabía un adulto.
Sucedía esto poco después del famoso evento de la piedra, cuando el en 1937 presidente del gobierno soberano de Asturias y León avanzaba rectamente hacia su destino: convertirse muy pronto en la guía y autoridad moral de la familia. Para entonces no iba más a la escuela nocturna donde pasó los tres años en que pudo permitirse el privilegio.
Porque el padre se había hecho ya peón-buzo en las obras del Mosel y hubo que trasladarse una vez más a las afueras de Gijón, donde Belarmino se ocupaba de albañil.
Si nuestro libro fuese el que debiera, habría que detenerse un largo momento a entrever estos años. Que nos basten unos trazos.
Belarmino se levanta reglamentariamente antes del amanecer en una habitación con frecuencia compartida con las hermanas, que, ya vemos, unas veces es así y otras asá, porque la casa no se queda quieta de lugar. Para entonces ellas llevan rato ayudando en esto y aquello a Cándida y a Teresa, pues bien sabido es que en cualquier épocas y país sobre el sexo débil cae la mayor y más silenciosa carga.
Se lava el niño que ha dejado de serlo desde muy pronto. Lo hace con lo que tiene a mano y, de acuerdo al obsesivo esmero en la apariencia personal que lo caracterizará de adulto, sin duda frotando repetidamente de modo de estar, o parecerlo siquiera, tan limpio como el que más. Y es que para él y para el grueso de su estirpe en el mundo entero, por ahí empieza la revalorización ante sí mismos y ante los demás, sin la cuales resulta inconcebible la clase en surgimiento. Ésta no es ni más ni menos pueblo que sus predecesoras o las que siguen creciendo en los campos de la Europa feliz, según suele llamarse a la que inicia al occidente del río Rhin[8]. Pero su absoluta desposesión y sobre todo, es necesario machacar en ello, los resquicios que le abre la modernidad, le permiten reconocerse igual o superior a la de quienes en un santiamén se han convertido en directores de la sociedad, precisamente por tomarse el derecho a hacer a un lado a los anteriores señores.
Qué pobremente se cuenta la historia del pueblo, cuando no es el propio pueblo quien lo hace. Lo digo porque en este punto decido traer a cuento un inmejorable documento que en principio pensé debía ir después. Se trata de las memorias de un obrero cenetista catalán: Ricardo Saínz.
Tenía más o menos la edad que Belarmino tendrá al entrar a la mina, entre los doce y los trece años. Cuenta que iba con su padre, campesino, al molino de su pueblo a convertir en masa el trigo cosechado. Y vez con vez aquél tenía que llevárselo casi a empujones, pues el jovenzuelo se quedaba arrebolado contemplando la primivitibísima máquina del lugar: sólo una gran caja de acero con rodillos y dientes. Pero él quedo prendado desde el primer día.
Un domingo el patrón del molino le dijo que si tanto le gustaba la cosa aquella, la trabajara. No fue fácil convencer al padre, quien terminó cediendo por dar gusto al hijo y por no desaprovechar el pequeño jornal que en casa caía como oro molido. La felicidad de Saíz aprendiendo a manipular la aparatosa trituradora, apenas cabía en sí.
Este tipo de cosas suelen pasar de noche a los historiadores, a quienes, por cierto, los militantes obreros gustan dar la vuelta, pues como me dijeron José Mata, Arísitides, el hijo de Manuel Llaneza; Aquilino Moral y varios otros, ven en ellos a aprovechados que, en términos mexicanos, viven de “sacarles la sopa”[9].
Con sus recuerdos Sainz nos ayuda, y seguirá haciéndolo, a otear el interior del “monstruo”, al que tratamos de seguir por las calles de Gijón un día entre muchos, después de despertar.
El desayuno debiera ser aprisa y corriendo, considerando la temprana hora. Pero no lo es, por una sencilla razón que hay que tomar en cuenta para el resto de la vida de Belarmino y de sus próximos: la paliza preparada para ellos en el trabajo, exige un cuerpo y una cabeza bien asentados a la tierra[10].
Sale de casa el muchacho cuyo pecho y brazos son ya los de un hombre hecho y derecho, cuidando los zapatos del lodazal sobre su calle de pobres, apenas trazada, y con su padre tira rumbo al muelle que será viejo en cuanto Sandalio y otros cientos dejen la mitad de los pulmones en afirmar la base.
Callados van, como cumple a hombres, de acuerdo a ancestrales mandatos que no se sabe bien a bien quien decidió machacar en la sociedad, y casi sin palabras se despiden, orgullosos uno del otro, y más el de más edad, que se da tiempo para girar la cabeza y ver alejarse a la sangre de su sangre rumbo al cumplimiento de su cabalidad.
No podemos reconstruir el recorrido de Belarmino, ya que no sabemos a dónde va. Pero al menos yo puedo escuchar sus pasos cuando el día clarea, escuchar el viento que da contra su rostro y le mueve el cabello, el olor a mar del norte, a salado muy fuerte, a su alrededor; el gris interminable del agua ondulándose en los ojos donde andan también el mercante que se acerca con sus guiños de luz, el que atraca, los que cargan y descargan-¿cuál de ellos es el Monserrat, el Reyna María, el Mindanao, el Isla Paway…, de ser esos los de tal día?-, todos en curso entre Las Antillas y la península?
Casi cuanto topa en el trayecto tiene gusto a mañana, pues está apenas erigiéndose o se improvisa. Y eso no es, de nuevo, cualquier cosa y cala muy dentro del muchacho, advirtiéndole que el mundo está rehaciéndose sin parar[11]. Y aunque nadie lo convoque a meter la mano en el asunto, o de hecho le advierta que se aparte, el mensaje es claro: si las puertas de la transformación quedan abierta, también lo están para él.
Ningún otro rasgo, creo, define con tal precisión a mi abuelo, como ése: el hacerse a sí mismo, hoy, durante la creación del Sindicato Minero de Obreros Asturianos (SOMA), la Revolución de 1934, la Guerra Civil y el exilio. En su caso, a diferencia de quienes perciben algo semejante y, con recursos o sed de riquezas, se preparan a hacer el futuro a solas o con un círculo familiar, Belarmino, por encima aún de su posible deseo, no encontrará más alternativa que ir en compañía de muchos, y cuánto mayor sea el número, mejor.
Eso desborda el pequeño ámbito geográfico que conoce y del que tal vez trata de imaginar en el tráfico de los barcos, de los hombres y las mercancías portados por ellos. Y de vuelta topamos con temas centrales: la sociedad mundial en surgimiento hace un siglo[12], y la imaginación.
Aproximadamente entre los años 1901-1903 en el cual anda ahora nuestra historia, Manuel Vigil está sentando las bases del socialismo asturiano. El hombre es consciente, claro, de seguir las huellas de cientos de miles de hombres y mujeres de Europa y otras partes[13], que produjeron o contribuyeron a sucesos tan culminantes como las revoluciones de 1848 y la Comuna de 1871 en París.
La primera hermana del abuelo, Paz, sirve en la finca de un médico de Ceares, El ama es remilgosa y malhumorienta, y un día tacha de “guarra” a la cría. De tarde ésta se acerca al provisional hogar de la familia, entre llantos se sincera con la madre y da marcha atrás, a la finca.
La mañana siguiente Belarmino, de doce años, es enterado del asunto y no duda: se presenta en casa del médico, dice cuatro verdades a la señora y de la mano saca para siempre de allí a la hermana.
Aunque el gesto es noble y justiciero, tiene un no pequeño coste: la familia se queda sin un ingreso modesto pero insustituible. ¿Se lo reclaman Sandalio o Cándida? No, y el hecho tiene una honda significación. En silencio, respetando la autoridad de la pareja, el único hijo varón toma cada vez más las riendas de la familia.
De modo que debe darse crédito a quienes afirman que del muchacho sale la idea de marcharse a la cuenca del Nalón, en el nuevo acto revolucionario con el cual los Tomás Álvarez imitan a miles de los que crecientemente, y en el más estricto sentido del término, son sus semejantes.

¿Tú gente

-¿Tu gente, abuelo, forma parte del gigante a quien canta Atalli? No rías, viejo, que esto va muy en serio.
-Por eso mismo, nietos. Y no río, me carcajeo. 
Déjame ahora presentarte a unos hermanos tuyos, nacidos todavía más al norte. 
SIGUE EN GUERERO II