viernes, 23 de marzo de 2018

En pocas palabras

Guardo para mí los cuadernos personales, excepto Desde la azotea, adónde llega solo lo trasegado.
Hablo para Él y el Nuevo, como les llamo porque no quise concebirlos hijos sino crías de las cuales por ventura se me dio el encargo. También a E y S, nietos; a las hermanitas y hermanitos con quienes comparto mi envejecimiento; a compañeras y compañeros, no importa cuánto nos hayamos tratado; a la Tic, Mía, la Niña y la Seño, amores o entreveros tardíos, y a esos poquitos, tesoneros visitantes. 
La Mal nombrada usó para su tesis una cita que tomó de aquí: Uno se inventa muchas veces frente al espejo propio y ajeno, hasta resultar irreconocible; apenas entonces empieza a ser cierto. Así hice en estos lados.
Meses atrás se produjo el milagro: la foto que odiaba desde siempre trajo a un simpático pequeño de tres años desdiciendo el protocolario acto familiar con un amoroso gesto cuyo objetivo está fuera de cuadro: su valle, sus montañas, su campesina hermana mayor. 
Es él quien me soporta cuando envejezco como un personaje que pareciera fractura y nada más. Aunque basta con ello para sentirme orgulloso, frecuentemente repito: a veces quererse cuesta trabajo.
Escribí por gusto, terapia y órdenes de los tres exilios que me formaron, según habrán escuchado ya: los de mis padres, millones de campesinas y campesinas transladándose a las ciudades y el hermano pequeño rumbo a una realidad propia.
Daba lata y más lata, quería no estar, convertirme en sombra sin literatura, tal cual. A eso se debe el último viaje.